Bienvenidos

No soy el músculo, que segundo a segundo, mueve una barra pesadisima para dar un golpe mas violento. No soy el bailarín que con movimientos sutiles, seduce a las muchachas en alguna pista de baile. No soy un mesias, no soy un empresario acorbatado, ni un dictador asesino. Tampoco sé si soy. Solo sé que escribo.

Este soy yo

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Capital Federal, Buenos Aires, Argentina
De buen porte y correcto. ¡Cuando no digo nada, digo mucho, y cuando digo mucho... digo mucho.

23 jul 2007

Eso que usted está buscando

¿Cuál es el valor de una sonrisa? ¿Donde se encuentra “La Alegría”? ¿Cuantos hombres pueden morir por una, una simple expresión? Nunca pude responder estas preguntas. Especialmente la primera, debo admitirlo, pues me retraen a “órdenes” numéricos, y no es por lo numérico que lo reprimo, Quizás sea porque nunca fui dúctil con ellos (y ahora si habló de lo numérico, o tal vez no) y en materias de elecciones prefiera la literatura. Quizás, también, puede ser que no lo reprima y que realmente no conozca la dimensión que ella ocupa en la vida de las personas. Un desconocimiento alejado de lo reprimido. Respecto a la segunda, nunca he tenido la dirección en mi poder. Una vez creo haberla visto en la palma de mi mano pero ya estoy demasiado viejo para reconocer unas simples rayas en medio de manos arrugadas, soy demasiadas, como un punto de fuga en paredes de rayas y suave piedra marina. Cuando me encontré en la puerta de la casa de “La Alegría” un señor llamado Isaías me informó que ya no se encontraba en su hogar. También me dijo: “hace años que no se encuentra aquí, ya no recuerdo cuantos, pero puedo asegurar que se fue con mi ex –mujer, ella me la robo”. Isaías era un hombre alto, de buen vestir, de barba crecida y la cara alargada como el pico de un tucán visto verticalmente. Aquel día vestía un traje gris de seda italiana. Lo primero que observe fueron sus zapatos porque al abrir la puerta estaba corroborando en mi mano si era la dirección correcta. Un chispazo de luz golpeo contra mis ojos y ahí estaba él (Quizás era un Dios). Le pregunté donde estaba “La Alegría” y abdujo que era muy largo de contar. Yo no estaba dispuesto a perder la oportunidad de encontrarla. No soportaba hacerme la idea de no poder apreciar su ensanchada figura. ¡Dicen que es gigante! Me dijo Isaías. Y al ver mi rostro desvalido se ofreció a contarme su historia, la vez en la que según él, le robaron “La Alegría”. “Hace muchos años estaba con eso que usted esta buscando, tenía una familia, una mujer, un trabajo estable, algunos que decían ser mis amigos y una esquina confortable en Montevideo y Av. Corrientes. El “pisito” de Montevideo lo llamaban. Pero eso fue hace mucho. Hoy en día aquí me vez, contando historias de mi vida a desconocidos ¡Pasa que tengo que tomar la pastilla para la de-presión!”. Pretendí corregirlo pero cuando lo intenté ya había entrado. Caminaba por un pasillo interno de paredes carcomidas, muchas de las baldosas estaban flojas pero él marchaba como si nada sucediera. Creo que siempre supo que lo seguiría. Entró en la segunda puerta a su derecha, al parecer había tres habitaciones más, si decidía continuar por el pasillo. En la parte superior de cada habitación había un número. El suyo era el “2”. No parecía muy amplio, al subir el único escalón golpeé contra ropa húmeda que colgaba de unos pequeños hilos gastados. Había una mesa de ajedrez y dos sillas a sus costados. Isaías me pidió que tomara asiento, mientras buscaba su medicamento en unas lacenas de color madera en lo que parecía ser una cocina. Cuatro puertas contando la de la salida. Una era la cocina (donde se encontraba el dueño de casa), detrás de la puerta de chapa seguramente estaba el baño y la que se encontraba a mis espaldas, con frazadas que pendían de un alambre, era su habitación. Solo me senté y observé el tablero de ajedrez, percibí que las piezas negras se encontraban en su totalidad y que las blancas solo tenían un caballo y el rey. Y dije, antes de ser interrumpido: ¡Ah éste tablero! “Les saque las piezas blancas porque no voy a ganar, además calculó que usted no es un buen jugador y que aceptó la partida de mero compromiso… En unas semanas de enero de 1991, estadísticamente el verano con mayor cantidad de lluvias de la historia argentina, sospeché del romance que mantenía mi mejor amigo con mi mujer. Aquella semana también había fallecido mi Madre en un accidente automovilístico, perdí mi trabajo y mi perro apareció misteriosamente muerto en la puerta de mi hogar. No aquí. Yo vivía muy lejos de éste lugar. Todo en una semana, en siete días, en ciento sesenta y ocho horas, diez mil ochenta minutos. ¡Juega!” (No sé que moví, solo deslice el brazo y seguí escuchando atentamente). “Trabajaba en una empresa de telefonía celular, los horarios eran estrictos y se corría el rumor de que, la falta a su puesto de trabajo, era causa de despido. Cosa que comprobé aquella semana. No había ido a trabajar porque presentía el engaño de mi supuesto amigo. Dos semanas seguidas había faltado a los partidos del jueves por la noche, ocasionalmente cuando organizábamos una salida entre amigotes él se ausentaba con la excusa más torpe y cuando teníamos asados de parejas. Ambos se comportaban extraños. Se notaba la culpa con la que cargaban cuando mis ojos inquisidores los observaba dialogando. Cuanta sonrisa falsa he encontrado en mi vida, tanta, tanta que sentí que ellos mismos querían ser descubiertos. Sabía muy bien que Jorge se iba por dos semanas a San Clemente con la esposa, también sabía muy bien que los pasajes eran para el día martes. También conocía la fecha del cumpleaños de su madre, y para ser honesto, lo tenía más presente que nunca porque hacía algunos días que había fallecido la mía. La Madre cumplía un domingo y el tenía pasajes para el Martes ¿Y el Lunes? Llamé a su esposa con la excusa de desearle un buen viaje y me comentó que ella se encontraba en el gimnasio y que después pasaría por la peluquería porque Jorge la quería ver linda para sus vacaciones. Hipócrita pensé. Aquel día creo que estuve seis horas sentado en el banco de una plaza. Supongo que tenía miedo de encontrarme con lo que me encontré. Todos somos temerosos ¡Usted señor debería buscar al miedo, y seguramente lo encuentra más sencillamente! Pero los miedos son muchos, es por ellos que nadie los busca, es más debo advertir que recién acabo de tirar uno cuando apreté el botón del inodoro. Pero usted busca algo imposible de encontrar. Sépalo. Aquel día, desde las seis de la mañana hasta las doce del mediodía estuve sentado en la plaza Dorrego. Esperando a un señor que decía ser detective privado. Siempre me pareció ridículo haberlo llamado, pues solo creía que existían en las películas, y que en la vida real habían desaparecido. Verdaderamente, aquel hombre no tenía cara de detective. Recuerdo que era gordo y media casi dos metros. Nunca había visto una pelada tan lustrada. Siempre sospeché que era un adicto a la rasuradora de cabello. Me había advertido que aquel día me pasaría a buscar en el horario en que se encuentren y que me llevaría hasta allí. Este señor, González de apellido, me cobraría una tarifa considerable en la que no incluía ninguna foto (ya que las investigaciones que incluían fotografía costaban casi el doble). O sea, yo nunca los había visto juntos. Está bien, lo sospechaba y éste desconocido señor González lo afirmaba. Pero no los había visto. Ya no recuerdo cuantas veces el señor González me pregunto si no llevaba un arma en mi poder (Creo que hasta me reviso). Y a partir de aquí… recuerdo éste momento todos los días”. Isaías se quedo callado, yo simulé mover una de las piezas pero el señor Isaías parecía no inmutarse. Tenía la mirada perdida. Podría haber intentado tocarlo, zamarrearlo un poco, para ver si reaccionaba. Pero supongo que hice exactamente lo que el esperaba que haga. Hice trampa en el juego y volví a mover una pieza y le dije: ¡Jaque! “Siempre lo recuerdo, siempre (continuó). Estacionamos de la mano opuesta a mi casa de la calle Malabia, el señor González me indicó la puerta de mi hogar ¡Es allí! Me dijo. Bajamos del auto, creo que me revisó nuevamente por si llevaba un arma y después séme acerco al oído y me dijo: ¡Hay muchas mujeres en este mundo, no se haga mala sangre! Di vuelta al automóvil, pues estaba del lado del acompañante (creo que nunca podría haber conducido hasta allí). Había un auto de origen alemán estacionado en la puerta, rojo fuego, impecable. Antes de cruzar por detrás de él empecé a sentir un olor nauseabundo, asqueroso, que ingresaba por mis fosas nasales, lentamente. Intenté taparme la nariz, pero de nada funcionó. Cuando me encontraba sobre la vereda, vi a mi perro desangrado sobre el árbol pegado al ventilete trasero del auto alemán. No había duda que ya estaba muerto. Pero que bestia humana puede hacerle eso a un perro. Me detuve un instante, lo mire fijamente, observe cada detalle de su muerte. Me sentí reflejado. Tenía la lengua fuera y totalmente ensangrentada, igual que el lomo, unas de sus patas parecía estar quebrada. Mi diagnostico fue “accidente automovilístico”. Si bien, en aquel momento pareció no afectarme, puedo asegurarle que hoy día es lo que más extraño en el mundo. “Seguí avanzando, en tres simple pasos, comencé a abrir lentamente el portón de mi casa. Desde ese lugar hasta la puerta de entrada había cinco pasos y medios, y un escalón, exactamente los mismos que hicimos hasta llegar aquí. Solo que la puerta de mi casa era blanca y ésta es negra. Abrí lentamente. Pensaba que a cada vuelta de la llave, a cada leve ruido, ellos reaccionarían y se esconderían. Pero no fue así, al abrir la puerta no había nadie. Atine a gritar el nombre de aquella mujer pero seguía en mi postura de investigador cauteloso. Cruce todo el comedor, sin hacer el más leve ruido, observé la cocina y nadie se encontraba allí. Lo que sí, había dos vasos que habían sido utilizados, en ellos había un poco de jugo de pomelo. Y un plato con algunas migajas de galletitas que había dejado después de un desayuno acelerado. Me acerqué muy mansamente a la habitación que compartía con aquella mujer. La puerta estaba entreabierta y solo se notaban los tobillos de ella, me detuve un instante, en ese momento sentí que habían pasado diez años de mi vida, tal vez si me detenía un poco más de tiempo (quizás) hubiera muerto. Pero no creo en refranes estupidos. Entre de golpe y allí estaban. Ella con sus manos en los muslos y él acariciando su cabellera. Ella mamándosela con aparente placer y el mirando el techo. Sabía con lo que me iba a encontrar. Estaba seguro de ello. Por eso lleve una cámara fotográfica para recordar ese momento, ¡Seguramente a usted señor le va a interesar ya que puede verse “a eso que usted esta buscando” escapando de aquel lugar! Las fotografías después las utilicé para notificarle lo sucedido a la esposa de éste señor (por llamarlo de alguna manera). ¿Sabe que? Le puedo asegurar que desde el momento en el que yo entré a la habitación hasta que ellos pararon de fornicar, pasaron tres segundos, los cuales los dedique a encuadrar bien la fotografía. Usted debe saber muy bien que la fotografía es una obra de arte. Muchas veces triste. Pero una obra de arte no tiene razón de ser jocosa. “Ella no solía chupármela cuando éramos ilusos novios por una cuestión de “salubridad” decía. Después de las fotografías, le dije a éste tipo las siguientes palabras: ¡Mira hijo de puta espero que desaparezcas de mi vida! ¡Y te juró que si te vuelvo a ver! ¡Sea donde sea! ¡Te juró, que te voy a dar tantas piñas que con un poco de suerte quizás llegues al hospital! ¡Y ahora tómatelas! ¡Si te vuelvo a ver te mato! ¡Escuchaste! ¡Te mato! Creo que por aquellos momentos, la señora ésta me tomaba del pecho pero no estoy totalmente seguro. Hace algunas semanas, creo que me cruce con éste tipo pero a pesar de lo que le había dicho preferí no darle importancia, porque sino, seguramente me encontraría con “eso que usted esta buscando” y verdaderamente, no tengo fuerzas. Con respecto a ella. No sabía que hacer. Estaba seguro de no querer perdonarla pero… que hacía… debía matarla mientras dormía, debía torturarla, condenarla a un mundo de sufrimiento (más aún) para que sienta un poco, tan solo un poco, de lo que sentía en aquel momento y hoy en día todavía…”. (En ese momento movió una pieza, respiró profundo y continuó hablando). “… pero no hice nada de ello, actué como un verdadero animal socializado y simplemente callé. No le volví a dirigir la palabra. Creo que fueron años. La verdad que no sé porque se quedó tanto tiempo a mi lado. Poco a poco fue pasando de ser todo a ser nada. ¡Usted se sorprendería mucho si tuviera conciencia de lo rápido que va aconteciendo! Supongo que eso que usted esta buscando es muy grande ¡gigantesca! como le dije hace un rato. Y usted comprenderá, es como todo, un banco no es fácil de robar. Se necesitan años de planificación. Pero ésta señora una vez se fue y entre gritos y quejas, solo le dije: ¡Me robaste!… (Parecía que nunca lo iba a decir)… ¡“La alegría”!. Y así fue señor, le toca jugar. (Me quede callado, inmóvil, para dejarlo terminar con una sola pregunta) ¿No desea Matarme? Solo moví el caballo, tiré su pieza sobre el tablero y me retiré. Creo que al salir del cuadro me dijo el número de patente del automóvil que transportó a su ex, hasta quien sabe donde, lo intenté memorizar pero un día se borro de mi cabeza. También pensé en volver a preguntarle, pero verdaderamente ese hombre me inspiró mucho temor. Tanto que nunca volví al barrio de barracas. Si hubiera tenido el valor. Creo que habría ido a ver la fotografía que decía tener de “eso que yo estaba buscando”. Ahora estoy viejo, mis viejas piernas a penas pueden caminar una cuadra hasta el almacén y una vez cada quince días las visitas al medico. A dos cuadras de mi hogar. Puedo asegurar que alguna que otra vez, pude haber tenido en mis manos a “La Alegria” pero fue muy efímera. De haber tenido la peripecia, supongo que se la habría acercado a Isaías si es que aún sigue con vida. No estoy del todo seguro acerca del hurto de “La Alegría” (aunque se alista entre las posibilidades) más bien, pienso que él mismo había destrozado “La Alegría”… su alegría. Y es obvio que aquellas personas ayudaron a que el cometa tal crimen. Pero cuantitativamente, no lo sé. Al comenzar el texto, me hice tres preguntas. Y creo que toda esta historia responde la tercera. O por lo menos en parte. Ahora en mi cabeza cuando me hago esa pregunta, una imagen invadirá mi memoria: la cara de Isaías.